viernes, 15 de julio de 2016

2

Eres lo mejor que no me ha pasado todavía. Eso pienso cuando te veo caminar en el abismo que hay entre el próximo bordillo y mi mirada. Podría decir que te había buscado sin saberlo pero lo cierto es que te he encontrado sin buscarte. Que una tarde cualquiera pasaste por mis ojos como si desfilaras en París. Que se me quedó la canción que hacían tus tacones al alejarse y todavía la tarareo cada vez que te recuerdo. Que tu culo es un columpio de mi infancia y cada vez que se mueve  soy feliz.  Que tu nuca desnuda es el folio en blanco donde debería empezar a contar mi vida. Que tu boca una playa en mitad de una calle que solo ha olido el mar cuando sonríes.
Podría decir que te he perdido sin tenerte pero lo cierto es que te he tenido sin ganarte. Que sin permiso has invadido la habitación más al fondo de este corazón desubicado y has colocado las piernas encima de mi pecho, como quien busca la comodidad para ver como se humedecen los recuerdos. Que has cabido en un bolsillo, tú que aún no entras en mi vida.

Podría decir que te había soñado antes de verte pero lo cierto es que solo verte ha sido un sueño. Que tienes en el rostro los lunares que trazan un futuro, en las manos la ausencia de mi espalda, en los labios la cura contra el hambre. Que el aire que te mueve ahora el cabello no es levante ni poniente, se llama suspiro y viene del otro lado de la calle, al ver como te alejas.

Eres lo mejor que no me ha pasado todavía. Y no sabes cuanto duele un todavía. No conoces cuanto añoranza te llevas tras tus pasos.  Y hasta ignoras cuantos pasos nos separan. Todavía.

viernes, 8 de julio de 2016

DEL AMOR Y OTRAS LLUVIAS 7





CAPITULO  7

A Sandra el cabello le olía a frutas del bosque. Siempre estaba cambiándose el flequillo de lado o acariciando las puntas con sutileza. Toda la habitación se invadiá por aquel aroma, de un modo tan intenso que se te impregnaba en la piel. Cuando acababa la sesión tenías aquel perfume tan dentro de los poros que parecía que habías estado follándotela toda una vida. Parabas a tomar un café de camino a casa y su perfume hacía que la soledad no tuviera memoria, llegabas a casa y el olor pegado en la camisa te decía su nombre tantas veces, que a veces la punta de mi lengua tenía que responder por ella. Su olor era el modo de estar con ella sin estarlo, de sentir para ella sin sentirla, de tener sin tenerla, de besar sin besarnos, de ganar aún perdiendo.

- ¿Alguna vez has pensado en la muerte? Preguntó rompiendo el patrón de preguntas casi correctas que había seguido durante las primeras citas.

- Siempre pienso en la muerte. A cada hora pienso en ella, aunque curiosamente nunca en la mía. Contesté.

- ¿Matarías o te matarías por amor?

- Matar y amor son dos palabras que no deben ir en una misma frase, son totalmente contradictorias. Nadie mata por amor se mata por odio o por egoísmo. Se mata por miedo y se mata por poder. Cuando en la tele un hombre ha matado a su mujer porque ya ella no le quería no la mata por el amor que no le da a él. La mata por el amor que puede darle a otro y según él, le pertenece.

Sandra me observaba atentamente. Sabia que los psicólogos se fijaban mucho en el lenguaje físico, en los gestos, en las pausas. Yo no tenía problema en expresarme como si estuviera hablando con un conocido, no temía en absoluto ser analizado, radiografiado o examinado por nadie. Por ella quizás menos aún.

- Luego - volví a hablar aprovechando su silencio- también está la desesperación. En estos tiempos es la mayor asesina de todas. Muere más gente por estar desesperado por una u otra razón que por enfermedades terminales. Incluso muchos de los que están respirando en este momento no se dan cuenta que el estar desesperado los mantiene totalmente cadáveres.

Notaba en su ojos cuanto le gustaba que me extendiera en cualquier discurso. Su bolígrafo parecía tener pilas nuevas cuando mis silencios y monosílabos eran cambiados por frases arrojadas desde mi garganta a su cuaderno.

- ¿Que es lo que menos te gusta de ti?

- Ser tan frágil cuando me expongo a la nostalgia. Echo de menos demasiadas cosas. Creo que la añoranza es un ancla que no te deja caminar libre. Para dar un paso tienes que arrastrarla a duras penas. La nostalgia no se puede camuflar, tu miras a los ojos de alguien directamente y puedes ver cuanta melancolía le aturde el pecho. Tu por ejemplo...

- No. Me interrumpió Sandra.- No hablamos de mí. Dijo como temiendo que mi lengua la analizara.

- Tú por ejemplo- dije acallando su voz y mirando cada parpadeo como si se eclipsara la luna cada vez que cerraba los ojos. - Echas de menos temblar como una niña cuando te suspiran en la nuca.

- Yo nunca he sido una niña y no estamos hablando de mí. Volvió a repetir Sandra, esta vez subiendo el tono de voz para que pareciera más una orden que una sugerencia.

- Es mas fácil conocer a alguien a través de lo que te hace sentir, que intuyendo lo que él siente. Le dije.

El leve tintineo de sus zapatos comenzó su particular concierto, se removió en la silla, buscando una postura mas cómoda.

-  A veces parece que el psicólogo eres tú. Dijo. - Y eso no puedo tolerarlo. Yo debo marcar las pautas.

- Como prefieras. Le contesté. Sabiendo que en ese momento deseaba otra respuesta. Algo menos obediente que siguiera desordenando un poco su capacidad de dominar la situación.

Nos separaba una mesa tan ancha que hacia imposible el roce, tan estrecha que me permitía poder contarle las pecas que le caían como estrellas suicidas desde el cuello a la inmensidad del escote. Eran minúsculas pero brillaban, parecía una carrera por llegar antes a sus senos. Su escote no era atrevido, era más una rebeldía, un "Estoy contenta de ellas pero seria contradictorio fomentar la locura aquí dentro".

- ¿Crees que la nostalgia es la causante de que pierdas el control? ¿De que estés aquí ahora?

- De que pierda el control seguramente, de que esté aquí ahora tienes más culpa tú, que la nostalgia. Le contesté.

- ¿Qué quieres decir? Me preguntó haciéndose la sorprendida.

- Hoy tenía otros planes pero ninguno de ellos se acercaba un poco a la satisfacción de tenerte cerca.

Noté el rubor en su rostro y como camufló una tímida sonrisa detrás de una mueca difícil de clasificar. Como en un intento tardío de que no leyera en sus facciones ni una pizca de placer.

Dijo una vez el viejo julio en el pez ahogado - Para conquistar a una mujer hay que invadir sus tres territorios y en cada uno de ellos poner una mina, que explote si le faltas. Primero el cerebro, segundo el coño y por último el corazón.

Yo no estaba de acuerdo del todo con el orden pero si compartía el cerebro como primer escalón y más importante para que el resto pudiera fluir o incluso resbalar. El cerebro es el atajo más directo que lleva al corazón y el corazón es el camino más seguro para que te abran las piernas.

- Me gustaría que me contaras el principio de todo. Dijo Sandra agarrando el bolígrafo y pasando una hoja de la carpeta para hallar otra en blanco.

Apenas hubo una pausa entre su voz y la mía.

- Nací en un hospital, lo cual para mi madre debió ser mejor que hacerlo en un taxi o en un ascensor, a mi hermana por ejemplo la tuvo en un ford fiesta de los antiguos, en un atasco. Salió disparada como una culebra según me han contado. En cambio mi parto duró once horas, lo cual, bien podía ser una señal de que el dolor y yo iríamos de la mano durante gran parte de mi existencia. Mi madre me dijo que apenas lloré, en cambio la opinión de mi padre era totalmente distinta.
- Llorabas como una nena, tanto, que hasta tuve que mirar si era cierto que tenias pito.
Aprendí pronto a caminar, muy pronto, ayudaron los ataques de lumbago de mi madre y los arrebatos de pereza de mi padre. Pereza que he heredado por cierto. Quizás lo único, no se.

- Alejandro- Me interrumpió Sandra- me refiero al principio de tu dolor, a esa necesidad de hacerte daño, a lo que ha hecho que necesites ayuda externa-  Me dijo con los ojos muy abiertos y con el tono de voz muy leve, como para que entendiera bien lo evidente.

- Eso hago. Le contesté.

Respiró profundamente como si en el aire flotara la paciencia, cruzó las manos sobre la mesa, tenía las uñas pintadas de rosa y un anillo en el anular de la mano izquierda con la cabeza de un buho. Sus dedos eran finos y afilados, como si con ellos pudiera hurgar en el alma de las personas.

- Mi infancia- continúe mientras me acomodaba aún más- no estuvo del todo mal, teniendo en cuenta que odiaba el fútbol y eso me alejaba de la mayoría de los demás niños, por suerte tampoco me agradaba el ballet o estudiar, así que las collejas se la llevaban otros. Me pasé todos los cursos de primaria persiguiendo moscas en el aire y observando la nuca de Neus. Admirando su risa, imaginando que un día me hablaba, me pedía un lápiz o me invitaba a su cumpleaños. Supongo que estaba todo lo enamorado que se puede estar a esa edad y  ella mi presencia la odiaba tanto, como se puede odiar tengas los años que tengas.

- ¿Tú nunca le hablaste? Preguntó Sandra, que había vuelto a coger el bolígrafo y a anotar palabras con la misma velocidad con la que firma un médico.

- ¿Sabes ese juego del conejo de la suerte? ¿Ese que se canta en coro una absurda canción dando palmadas en la mano del compañero de tu izquierda?

Sandra asintió con la cabeza dejándome continuar el diálogo.

- Yo no jugaba nunca, ni siquiera se que me llevó a hacerlo aquel día e incluso sonreír como si fuera divertido. Neus llevaba su vestido blanco, lo que hacia su piel con ese trozo de tela era magia. Una magia de la cual sabes el truco y sin embargo te sigue sorprendiendo aunque lo veas mil veces. A la tercera o cuarta vez que empezó la canción, aquella maldita melodía acabó en mi mano. Todos los rostros se posaron en mí. Sentí como un calor asfixiante se posaba en mi rostro. Me quedé un rato petrificado, un instante que pareció una vida. Me levanté, el cuerpo me pesaba como si cargara una roca en la espalda. En frente estaba Neus, la miré, me miró, di un paso en su dirección, quizás dos, aunque la distancia aun era considerable ¿y sabes que hizo ella? Le pregunté tras una pausa que bien pudo contener un suspiro.

Sandra no dijo nada, se limitó a mirarme compasivamente, como si ya conociera la respuesta.

- Correr. Dije. Corrió como si hubiera visto al diablo, a un espíritu, a un monstruo.Aunque más tarde comprendí que solo vio a un niño feo. El resto del coro reía, creo que no hubo nadie en aquel recreo que no riera aquella mañana. Bueno en realidad si hubo alguien. Aunque imagino que ya sabes quién.

Sandra parecía afectada, como si hubiera pertenecido a aquel círculo y hubiera visto con sus propios ojos todo el ridículo que me aplastó como a un insecto. Como si ella también hubiera reído.

- Te parecerá absurdo- Le dije. Pero todavía algunas noches escucho la canción y la veo corriendo, con su vestido blanco haciendo magia con su piel.

- Luego quemé el colegio con todos los niños dentro y me quedé fuera para ver como ardía. Dije para romper el silencio.

- Como ironía resulta macabra-  Dijo Sandra.

- La negación de un beso no vale un incendio, aunque haya besos que quemen como tal-  Mire sus labios con hambre. -  Aquel día solo me falto un mechero. Volví a ironizar. - Hoy me separa una mesa.
Siempre tan alejado del fuego como ves-

No le dije a sandra que yo no acabé el tercer trimestre. Que no me hicieron repetir curso porque mi madre lloró delante del director del centro. Que pasé medio verano con la esperanza truncada de que me cambiaran de colegio, aunque ello llevara despertarme una hora antes y coger dos autobuses. Que a raíz de aquello y con tan solo nueve años yo cambié mi forma de ser, tenía más odio dentro, respondía con desconfianza a cualquier cosa.Casi me atrevería a decir que dejé gran parte de mi infancia en aquel patio del colegio y que ya nunca volvió. Alcancé estos diez segundos de ira que aún mantengo a esta edad, esos que me convierten en animal y luego en hombre. Diez segundos en los que soy capaz de joder una vida. De golpear a cualquiera o a mí mismo. De romper una puerta de un puñetazo o lanzar un portátil por la ventana. Diez segundos por los cuales siempre llego al arrepentimiento. Por los que tal vez, estoy delante de Sandra. Y seguramente esto último sean lo único bueno que me han llegado a otorgar.

miércoles, 6 de julio de 2016

1

Siempre fui un chico raro,
por ejemplo el miedo a la oscuridad
me vino cuando tenía ya quince años.
Exactamente fue el primer día que quedé  con ella
y me dijo con la voz prestada de un reloj injusto:
Mi padre solo me deja estar en la calle hasta que oscurece.

domingo, 3 de julio de 2016

DEL AMOR Y OTRAS LLUVIAS 6

CAPITULO 6


Era un siete de agosto. Hacía tanta calor que las parejas no se daban la mano por la calle por temor a resbalarse. Las cosas entre nosotros estaban estancadas desde hacía algún tiempo. Ella quería un hijo y yo me negaba a compartir sus tetas con nadie. Ella necesitaba poner el reloj en hora y yo prefería no saber cuanto tiempo pasaba entre orgasmo y deseo. Ella imploraba cierto equilibrio y yo prefería seguir mirando los ojos del precipicio.  Llevábamos dos años y medio juntos. Nos odiábamos lo suficiente para que el amor fuera intenso. Nos queríamos demasiado para que el odio no fuera un lastre. O al menos eso pensaba yo.

Un siete de agosto de hace casi tres años exactamente,con el ventilador de techo al máximo de revoluciones. Lejos del abrazo del invierno, donde se venía a mi lado para que le calentara los pies y la vida. No me alarmé cuando alargué la mano aquella mañana hasta su sitio y vi que no estaba. Tampoco no oírla por casa me incordió en absoluto. Fue cuando me acerqué a la cafetera como todas las mañanas cuando fui consciente de lo que ocurría. Había un papel pequeño junto a ella, a bolígrafo azul, con un pulso envidiable.

"A veces la vida es un cara o cruz. Yo lancé la moneda, no hubo truco, creo que conté doce giros en el aire hasta que cayó en mi mano. Me salió cara y tengo que irme. Imagino que ya sabes a quien le ha tocado la cruz.
A menudo el amor va mas allá de amarse. No hay te quiero en el mundo que nos salve la rutina. Ni besos que puedan masticarse. Ni orgasmo tan intenso para que sonreír se haga inercia.

Suerte y eso"


Un siete de agosto. Aquel día fue extraño. Me tomé el café como si aquello que hubiera acabado de leer no fuera más que un arrebato momentáneo. Me senté en el sofá y esperé su regreso. Como si fuera una broma. Como si solo se tratara de tirar de la cuerda. Ella tiraba de su parte, si yo no hacía presión desde el otro lado se caería al suelo. Volvería con un rasguño en el orgullo que yo lamería hasta borrarlo e inmediatamente después me dejaría pasar mi lengua por donde la autoestima sube cuanto más abajo caen las bragas. Lo peor de una despedida es no hallar un portazo a donde agarrarse, uno reconoce en su intensidad la duración del regreso, o un hasta nunca de esos que dejan eco, a ser posible con un insulto incorporado para que sea más demostrable que su ausencia no es más que un ataque de ego. Al click sin sonido de un pomo no hay modo de rebelarse. Al silencio de una nota no hay reproche que te consuele, en una huida sin huellas no hay camino que seguir. Lo máximo que consigues es girar sobre ti mismo como en una puta noria que olvidaron de apagar. En el desamor siempre será mejor un muro intraspasable que una rotonda en medio de la nada, donde en cada vuelta que das para encontrar la razón de su marcha, vuelves a hallarte a ti mismo con la misma pregunta ¿ Por qué?. Y así para siempre.

Siete de agosto no vino. Había dejado aquí todas sus cosas. Su ropa, sus adornos, el color de las paredes, las macetas del balcón y a mí. No se olvidó de la cajita de música donde guardábamos unos tres mil euros. Es lo único que cogió antes de irse, el dinero. La cajita sigue en el mismo sitio de siempre. Ya no suena desde entonces.
Tampoco vino al día siguiente. Ni al otro. Ni la otra semana. Ni al mes. Hace mil días que no regresa y a mí me parecen dos vidas. La que vivo y también la que se llevó con ella.

No ha vuelto ni tampoco ha dado una mísera señal de que sigue respirando. Ni una llamada, ni otra nota, ni una esquela en algún periódico de barrio. No hay nada de ella en internet. Si no fuera por las fotos y por las inoportunas preguntas de algún conocido al verme sin ella por la calle pensaría que me la inventé para ser feliz en algún momento de mi vida.

Su única familia era yo. La encontré por casualidad en "el pez ahogado" y me la puse en la solapa. Su padre había abandonado a su madre cuando ella tenía tres años. Su madre murió cuando cumplió catorce. Había estado en casa de su abuela paterna hasta los dieciocho, en un pueblo perdido de Soria. o eso llegó a prometerme. Llegó aquí porque según dijo este barrio era lo mas parecido a su vida que se había encontrado en el camino. - Aquí parece que ya nada puede ir a peor- eso dijo. Dejó el hostal y se vino a vivir conmigo. Luego me dejó a mí y se convirtió en nostalgia y en nada, aunque si aún vive será el todo de alguien, de eso no me cabe duda.

Me duele hablar de ella, me hiere recordarla, me mata hallar su nombre en otro rostro. No fue instinto sexual lo que me llevo a experimentar el dolor físico de aquel modo con Irene. La realidad es que me dolía tanto el interior que tuve que castigarme por fuera para equilibrar la balanza. Laura sin saberlo dio el primer azote y yo necesité más.Todavía lo necesito.

Quizás esté muerta. Quizás la atropelló un coche al salir de casa, descarriló el tren al no comprender su huida, se estrelló el avión por el peso de sus alas en el asiento. Quizás pensaba en volver pero la muerte llegó antes. La realidad puede ser muy cruel. Aceptaría antes su muerte que el abandono. Y el abandono antes que la duda.

Es la incertidumbre la que vuelve loco al hombre. De eso, cada vez estoy mas seguro. La incertidumbre unida a la esperanza es la mayor tortura que existe para el ser humano si esta no cumple las expectativas creadas respecto a ellas.
Desde que Laura se fue, un siete de agosto, yo soy todo incertidumbre, cada vez tengo menos esperanzas e imagino que también cada día que pasa, estoy un poco más loco.

jueves, 30 de junio de 2016

Del amor y otras lluvias 5

CAPITULO  5



Se sentaba en mi cara. Primero con unos leggins negros, luego en bragas. Llevaba unas medias de esas atadas por un finísimo tirante a su ropa interior. Casi siempre usaba el negro debajo de su vestido. El rojo en sus zapatos. Movía cada cierto tiempo sus nalgas para que pudiera respirar. -Con la asfixia el orgasmo se multiplica por un millón perro- Decía.
-Pero si te corres te la arranco con los dientes. Si me manchas la perra seré yo y jamás he sido dócil te lo aseguro. Si llenas el suelo seré una loba. No querrás ni imaginar en que animal me convierto si me ensucias el sofá.

Lo mejor es cuando se quitaba las bragas. Nunca usaba tanga.-Es una moda estúpida. Decía. - Estropea el culo. Hace horrible lo bello. Solo es comparable a las camisas de tirantes que usan algunos hombres. Claro que hay alguno que se la pone y ¡joder!, todo se convierte en poesía con solo contemplarlo. Pero a la mayoría le queda fatal. Hacen del morbo, asco. Con el tanga pasa igual. Si no eres una preciosa mulata, o no sales en algún anuncio de compresas ni lo intentes.

Su coño siempre estaba a punto. Cuando por fin se quitaba muy lentamente el negro de su piel, aquellos dos labios estaban tan húmedos que el beso era necesario para calmar la sed. Su coño era lo más cerca que se podía estar del mar sin tocarlo. Lo más lejos que se podía estar del odio al prójimo. Su coño era paz. En su coño la violencia era un gato de tres meses jugando con un ovillo de lana. El caos una metáfora macabra sobre la verdadera vida. El amor un acto cobarde para disimular que el cariño lo arrasa todo. Meter la lengua allí era girar la llave en la puerta del paraíso y descubrir por fin que dios existe de verdad y es una mujer desnuda y con tacones sentada en tu cara. Oler tan cerca el placer y hundir la cara allí donde comienza la vida de cualquiera y donde solo continua la mía. Si me faltaba el aire, claro, pero de tenerlo lo máximo que haría con el seria un suspiro de deseo, en cambio ahora el deseo me respiraba a mí, cerca, tan cerca, que su vaho escribía la palabra orgasmo en mi garganta. Y luego la hacia desaparecer, como una ola se lleva las pisadas de los turistas.

A veces abría sus nalgas con la mano y paseaba todo su culo por mi rostro. Mi lengua ardía, podía provocar un incendio enorme con el simple acto de besar a un árbol. Su suave gemir, era mi motor, el play de la escena, la banda sonora de la película mas acuática de la historia del cine. Yo era el pirómano, ella los aviones que lanzaban diluvios mas allá de las nubes. Yo era un condenado a muerte y solo su grito definitivo podía salvarme de la eterna oscuridad.

- Si no tienes cicatrices de cuando eras niño es que no has tenido infancia. Si no tienes alguna herida abierta, es que no has llegado a amar. Dijo observando mi desnudo.

Yo tapé con mi mano la parte izquierda de mi vientre, una cicatriz fea con forma de melón aplatanado, de una vez que vino a verme la muerte temprano y se quedo sin cobertura.

- Aparta la mano. Eso también eres tú.

La misma mujer que me hacia renegar de los espejos era la que conseguía que me viera guapo en sus ojos.

- Tú eres todo lo que tienes. También lo que ansias pero en menos medida. Los complejos solo sirven para que nos pese el alma. Hay personas que tienen tantos, que en lugar de caminar dan tumbos. Si aceptas todo lo que eres, el camino es abierto. Cada parte de ti que odies, que te disguste, que no consigas aceptar es una pared. La idea es no construir tantas alrededor que nos acabemos convirtiendo en un jodido laberinto, porque a veces es imposible salir de ellos y te quedas dentro el resto de tu vida.

- Acércate. Me dijo desde el sofá. Tengo un regalo para ti.
A su lado había una bolsita negra, con letras doradas. Me acerqué a cuatro patas hasta poner mi nariz a escasos milímetros de sus rodillas. Ella metió la mano en el bolso y sacó una cadenita que estaba unida a un collar de cuero.

- Te lo has ganado. Dijo. Colocó el collar alrededor de mi cuello y lo cerro en un simple click.
- Te queda perfecto.Ahora, ya eres todo un perro. Y me besó en la frente.

Las letras doradas ponían "MIO". Ese según ella, era el mejor nombre que se me podía atribuir. Al menos a su lado.

Sabía en que momento de mi vida llegué a esto. En que lugar del universo se me cayó el limite y perdí el escrúpulo. Sabía incluso  porque causa me sentía bien el sufrimiento. Porque el dolor era la única forma real de no hacerme daño.
A veces imaginaba en que pensarían de mi los que me conocen si me vieran aceptando tales humillaciones. Que diría mi santa madre si un día se enterase que su pequeño, (para una madre siempre somos un bebé que no deja de crecer) esquiva a la muerte cediendo su vida. Colocando su piel como mercancía, su honor como regalo, su orgullo debajo del tacón de una mujer a la que ni puedes llamar por su propio nombre.
Aquello también era una manera de torturarme solo que con ella no sentía placer alguno. Verme en los ojos de los otros lo único que me proporcionaba era odio. Un odio inmenso e insalvable hacia mí mismo.

- He dejado de ser un anuncio en el periódico. Me dijo mientras se vestía.

Me sorprendía la facilidad con la que se comportaba después del acto sexual. Como si en una guerra matas a la familia de un joven y luego a él le ofreces con frialdad un cigarrillo.

- Estoy cansada de esto. Se gana pasta si, mucha además, sin embargo llevo el peso de demasiadas vidas en mi espalda. No me refiero a ellos. A ellos los maltrato con gusto pero esos ellos tienen otros ellos detrás, novias, esposas, madres y en los peores casos hasta hijos.

- Entiendo. Dije sin entender demasiado pero apoyando su pausa.

- Ayer vi en un centro comercial a Joaquín. Es un hombre culto de cuarenta años. Tiene un negocio de hostelería. Un tipo correcto, atractivo incluso, de esos que visten bien y huelen bien. A él suele gustarle que lo ate. Manos y piernas. También los huevos. Luego me súplica que lo azote. Fuerte, a veces tanto que le hago sangre. No se como disimula las marcas ante su esposa, tampoco me interesó nunca preguntarle. Siempre como todos va a más. Primero necesita una bofetada, luego diez, mas tarde cien, hasta que llega un momento que la bofetada es demasiado simple y quiere una fusta, después un látigo así sucesivamente. No hay mucho mas, le pego y se corre. No hay sexo. Ni siquiera me desnudo. Bueno lo que iba diciendo - dijo tras un suspiro- ayer lo vi en un centro comercial, iba llevando el carro de la compra, lo acompañaba su mujer, una rubia y elegante señora y una niña de cuatro o cinco años a la que besaba en el rostro antes de quitarle una de las tres tabletas de chocolate que llevaba en las manos.
- ¿Crees que la próxima vez que venga podré cruzarle la espalda sin pensar en esa niña? Me preguntó en el tono de voz mas bajo que había escuchado hasta entonces.
- Definitivamente lo dejo. Volvió a repetir.

- ¿ Y yo? ¿ Qué hago yo ahora?- Pregunté.
- No lo se Alex. Eres un caso que también me supera. Nunca pensé que nadie viniera aquí a buscar el dolor para no salir de él. Tal vez deberías buscarla, llamarla, entender el por qué. Estoy segura que ello te acercará más a ti mismo de lo que lo hacen mis manos. Yo soy un ancla y tú necesitas volver a navegar, no todos los puertos se llaman Laura. Y siempre por grande que sea la ola, acaba muriendo en la orilla.

Que aquella diva de lo extremo resultara compasiva no me entraba en la cabeza. No me atrevía siquiera a preguntar si era de verdad la última vez que la vería. Si aquel collar, era el recuerdo donde apoyar su ausencia. Y sentí amor y nostalgia. Una enorme tristeza. Una horrible incertidumbre mientras bajaba la escalera que me devolvía a la calle. Miré desde la acera su ventana, unos minutos allí parado junto al bordillo, observando como por el cristal entreabierto de su dormitorio su cortina se movía ligeramente como una bandera que despide al perdedor de la batalla. Me marché a casa con la peor sensación de todas las que había tenido en aquellas sesiones con ella. La del vacío.


domingo, 19 de junio de 2016

Del amor y otras lluvias 4

CAPITULO 4




En este barrio puedes ser dos cosas. Asesino o suicida. Mientras encuentras tu verdadera vocación, puedes distraerte matando el tiempo, como si no fuera el tiempo el que al final acaba matando a uno, soñando con un futuro mejor aún sabiendo que aquí el destino ya tiene tus cartas marcadas, o buscando heridas  que olvidar en uno esos bares que en realidad no contemplan la palabra cicatriz. No conozco a ninguna persona que hable bien de este suburbio y sin embargo nadie suele marcharse de aquí. El que lo hace empujado por alguna necesidad siempre vuelve. Es como si el aire que se respira aquí tuviera la capacidad de engancharte. Una maldita sustancia que al inhalarla, te cambia la visión de las cosas hasta el punto de amar al odio. No hallarás a nadie que diga en público que ama estos edificios desconchados, estas calles donde los barrenderos empiezan a fumar por primera vez para ver crecer la basura entre calada y calada, estas esquinas por donde sale el sol temprano para pillar a las putas más limpias. Nadie hablará de los jardines donde crecen jeringuillas y papel de plata con más facilidad de la que crece el césped, de los agujeros en la carretera, algunos tan profundos que si miras en ellos le ves los cuernos al diablo. Nadie dirá que ama este lugar, pero a todos y cada uno de sus habitantes si los exiliaran del barrio sería como si les arrancaran un brazo. De hecho si los pusieran en la tesitura de elegir seguramente por aquí solo los zurdos se masturbarían con la izquierda.

Mi rincón preferido del barrio es un bar que se llama "El pez Ahogado". El lugar donde más veces he perdido el equilibrio, el sitio donde más veces he encontrado a mi verdadero yo y donde por vez primera vi a "ella". A laura.

Llevaba un vestido tan corto y tan pegado que uno no sabía con certeza donde empezaba su piel. Me enamoré de sus tacones y ya en sus tobillos me volví loco. Así de simple. No hizo falta trepar por sus piernas, bronceadas como si Río de Janeiro y sus muslos hubieran intimado infinidad de veces. Tampoco observar la redondez de sus nalgas, que si no hubiera sido por lo real de su movimiento, las hubiera confundido con la obra de arte de un dibujante manga con sobredosis de lsd. Ni siquiera llegar a esas hermanas gemelas que bailaban ajenas al resto de la anatomía, a las cuales cualquier imbécil sin criterio las hubiera llamado tetas y yo aún no había encontrado un adjetivo que le hiciera honor a mi apetito. Tampoco colgarme de su boca, beberme lo oscuro de su mirada, o acariciar su cabello negro como el luto de las viudas. Yo ya estaba loco y enamorado en sus tobillos, mirar el resto solo era un modo placentero de torturarme.

Hay diabéticos que pasan a conciencia por pastelerías, ex alcohólicos que duermen abrazados a una botella de ginebra, putas que hacen el amor al llegar a casa después de una noche larga en la calle follando por dinero. Hay gente que necesita tener cerca su punto débil. Mirar a los ojos a la muerte. Laura era mi punto débil. Mi muerte. Y por qué no decirlo, tenía unos ojos preciosos.

No había mucha gente en "El Pez". Era martes. Putas del polígono, adictos al olvido, chorizos de tres al cuarto, camellos y alguna pareja de roce fácil. Eduardo hablando del desamor, el "viejo Julio" contando alguna historia y la sonrisa de Lucía. Lucía era la camarera. Su sonrisa, todo el decorado de aquel bar. En sitios como este, todos los rostros son conocidos pero nadie conoce realmente a nadie. El hombrecillo aquel con gafas de miope, al que le cuelgan los pies del taburete, al que supones a primera vista que podrías intimidar con una voz un poco más subida de tono que otra, podría ser a la vez quien cave tu propia tumba. Nadie es fiable. Y es mucho mejor así.
Los fines de semana, el bar parece una discoteca, aún estando a años luz de algo parecido a ella, se llena de jóvenes y de no tan jóvenes, hay risas y gritos. No hay mucho más donde elegir si quieres alcohol y música más o menos decente. Pero un martes lo más parecido a una risa que puedes oír es la tos de algún ex fumador al que el humo le recuerda una vida mejor.

Porque aquí se fuma. Entra un policía y fuma. Esto no es una capital donde los chivatos salen absueltos y los culpables multados. De hecho aquí no se sabe que le pasa a los chivatos y si alguien lo sabe estoy seguro que no lo cuenta porque tan solo el recuerdo ya puede joderle la sensibilidad.

- Esto es tierra de nadie. Dice Julio. -Tampoco es la selva, no existe la ley del más fuerte. Existe la ley del respeto. Cierto que a veces no basta con los ojos para ganárselos pero no es el puño el que manda salvo en contadas ocasiones. He visto a tíos de casi dos metros con una espalda de camión con las puertas abiertas mearse en los pantalones ante el click falso de una pistola de juguete, que manejaba un calvo barrigón de esos a los que según su rostro lo más violento que le podías atribuir es haberle tirado de la cola a un perro. He visto a viejos de ochenta años abofetear a su hijo de treinta por faltarle el respeto a una mujer de la calle. Y he visto a la mafia italiana correr calle abajo mientras medio barrio caminaba pausadamente para arrojarlos al río. Aquí el respeto se gana con los años, o ¿por qué mierda te crees que la gente me habla como si fuera un verdadero señor?-

"El viejo Julio¨era un hombre delgado de poco más de metro sesenta y cinco, nadie sabía con certeza su edad, aunque debía estar  cerca de los setenta años. Aunque decían los que lo conocían de antes, que Julio siempre había tenido el mismo aspecto de ahora. Y ya por aquel entonces, diez años atrás o incluso quince, sus conocidos ya le echaban la misma edad que ahora. Como si el reloj y él hubieran hecho un pacto de no agresión. Tenía el pelo blanco, como si hubiera enterrado la cabeza en nieve y la hubiera sacado después. Los ojos pequeños. - Mis ojos antes eran enormes- Decía- Se han ido empequeñeciendo de ver tantas barbaridades, a este ritmo se cerrarán del todo y tendrás que estar más cerca de mí para contármelo todo al oído-Vestía oscuro, gris o negro, no tenía sueños, ni hambre. Pero su sed era interminable.

De domingo a jueves, a Julio lo hallabas pegado a la barra, desde las siete de la tarde hasta la una o las dos de la mañana. Quien no ha entrado nunca al bar y pasa a menudo por la puerta estoy seguro que piensa que es un maniquí gracioso para atraer clientes. Los fines de semana, Julio prefiere ambientes más tranquilos y deja su puesto en la barra, no sin antes advertir a Lucía que se lo cuide bien. Como si aquel metro cuadrado le perteneciera de verdad. Aunque con lo que había gastado allí durante todos esos años la realidad es que medio bar debía ser suyo, incluida la sonrisa de Lucía. Que por otro lado, de ponerle un precio justo, tendría tantos ceros como lunares su espalda.

Eduardo me buscaba por encima de las demás cabezas. Yo lo ignoraba, aunque con el rabillo del ojo veía primero como le crecía el cuello y luego cómo le desaparecía. Una y otra vez.

- Ese amigo tuyo es un poco idiota ¿no? Preguntó Julio, señalándomelo con la cabeza.

- Es un tipo sin suerte. Contesté.

- Los que creen en la suerte también son unos idiotas. Reprochó él. -¿Tú eres un idiota?

- Supongo que sí, que lo soy. Pero no tiene nada que ver con mi fe o mi poca fe en la suerte- Solté después de un duro trago de whisky.

- Ningún idiota se atribuye a si mismo esa palabra. Tú eres un listo, que te escudas en ese término por si la cagas. Es como tener puesto un cartel colgado del pecho en el cual avisas que vas a matar a alguien esta misma noche. Si al final lo haces piensas que ya estas excusado. Tú tienes más de cobarde que de idiota. Un idiota es aquel que se cree listo. Un listo es aquel que se hace el idiota cuando es necesario. Sé reconocer a un idiota- Dió una calada al humo concentrado de encima de su cabeza y volvió a señalar con la cabeza la posición de Eduardo.
- Ese es idiota. Concluyó.

No tenía argumentos para defender a Eduardo. Ninguno. No sé si era o no idiota, pero lo cierto es que podía hablar más y mejor de sus errores que de sus aciertos aunque ninguna de las dos opciones me apetecía en aquel momento.

Julio miró su reloj -He de irme, cualquier día viene la muerte a buscarme a casa y no me encuentra allí. Si algo tengo claro es que quiero morirme en casa. Hasta un idiota lo querría- Dijo sonriendo mientras muy lentamente se perdía detrás de mi espalda.

Apenas atravesó la puerta de salida ya tenía a Eduardo sentado en el taburete que había ocupado Julio segundos antes.

- No me gusta nada ese viejo- Me dijo a la vez que pedía una cerveza.

- Es mutuo. Le confesé.

- ¿Has visto hoy a Sandra? Preguntó.

- Si.

- Ayer le hablé de ti-  prosiguió- ¿quieres saber qué le dije?

- No, no quiero saberlo.

- Le dije que eras una excelente persona solo que a veces te escondes de ti mismo en otros. Como esas personas que tienen amigos imaginarios con los que hablan y todo, ¿sabes cuales te digo?

- También le dijiste que éramos amigos. Afirme en un tono molesto.

- Claro. Y me preguntaba cosas de ti, de nosotros. ¿Quieres saber qué me preguntó?

- Lo cierto es que no, aunque supongo que me lo vas a decir de todos modos.

- Me dijo que era secreto. No puedo decir ni una palabra- Rió con ganas, como si tuviera la llave de un baúl que guardaba un tesoro.

Eduardo y el silencio eran antónimos. La mayoría de la veces no estaba atento a lo que decía, movía la cabeza o usaba algún monosílabo más por inercia que por lógica. La atención no es algo que uno pueda controlar. Puedes poner de tu parte, hacer cierto esfuerzo para intentar que la conversación fluya pero la mayor parte de las veces la pereza gana la batalla. Eduardo tenía siempre mucho que decir porque le daba miedo el silencio. Pánico a hallarse con él mismo. Acorralado por una nada absoluta. Años atrás, éramos actos. Hacíamos. Luego algo parecido al amor nos acuchilló por la espalda, el prefirió el verbo para huir y yo el silencio para esperar.

- Un día mataré a mi ex mujer, estoy totalmente seguro de ello. La única duda que me queda es conocer el modo, lo que sí sé es que habrá tanta sangre que hará falta algo más que agua y lejía para limpiarlo todo. Mi vecina de arriba, la Antonia, saldrá en la tele diciendo que yo era un tipo muy bueno y muy normal y que nadie en todo el edificio se esperaba que llegara a un extremo tan cruel. Tu sabrás que esa hija de puta había arruinado mi vida y Sandra, justo antes de que me pegue un tiro en su consulta, conocerá lo mucho que me he masturbado pensando en sus tetas.

Sonreí, sabía que no tenía huevos de tal cosa. Era más probable que la Beatriz, así se llamaba la razón de su ocaso, lo matara a él, que al contrario. Beatriz era la peor mujer que había tenido la mala suerte de conocer . A Eduardo, tres minutos antes que dijera el si quiero en aquel juzgado que yo ya conocía sobradamente por otros motivos bien distintos al matrimonio, lo cogí por la chaqueta, lo miré profundamente a los ojos y le di mi más sincero pésame.

- Vendrás a mi entierro ¿verdad? Quizás seas la única persona que aparezca allí-
Continuó hablando en un monólogo que era la repetición de algún otro, en una noche parecida a esta, con otra fecha en el calendario.

- Seguramente esté consolando a Sandra por su derrota, mientras los primeros gusanos se te meten por los ojos. Le dije con toda la maldad que pude. Aunque la realidad es que también con deseo. No de su muerte pero si de la posibilidad de consolar a esa mujer que tanto me pervertía el sueño.

Eduardo levantó su botellín de cerveza y me invitó a brindar.

- Por Sandra. Dijo.

- Y por la muerte de tu ex mujer. Añadí levantando mi copa y chocando en el aire los cristales.

Y nos bebimos la penúltima.

viernes, 10 de junio de 2016

Del amor y otras lluvias 3

3

- Yo una vez estuve apunto de casarme.
- ¿Y qué pasó?
- La dejé a tiempo. Se merecía algo mejor.
- Esa es la típica excusa del hombre cobarde. Te dejo porque te mereces algo mejor. Como si nosotras fuéramos tan tontas de no saber lo que necesitamos.
- A veces, es necesario que alguien os abra los ojos. Le dije.
Era rubia, alta, no muy guapa, ni falta que le hacía, tenia unos pechos tan firmes y grandes que su rostro era tan bonito como quisiera su escote. Su nombre era Sandra. Me recordaba a una maestra que tenía cuando descubrí el milagro del hilo blanco. Daba religión pero parecía una puta. También se llamaba Sandra.
- ¿Y dónde está ella ahora? ¿Es feliz? Me preguntó.
- No tengo ni la más remota idea. Contesté.
- Ya, claro. Dijo cambiándose el flequillo de lado. -La dejaste para que fuera más feliz, sin embargo, nunca has vuelto para saber si lo había conseguido. Lo cual deja claro que tu supuesta generosidad de amor ajeno no era más que el egoísmo del amor propio.
- ¿Alguna vez te he hablado de Aitana? Pregunté, desviando el tema.
- Aitana Claro, la chica de las erecciones- Una de esas mujeres que te inventas para llenar tu vida con algo.
Cogió la carpeta que tenía en la mesa. Era azul. Mi nombre estaba en negro en la parte delantera. La abrió, movía las hojas, una detrás de otra, apenas haciendo pausas, como si tuviera el poder de leer cien palabras por segundo. De vez en cuando levantaba la vista para observarme. - Aquí está. Dijo satisfecha. -No existe Aitana, no existe Eva y sobre todo no existe Laura- Tu anterior psicóloga me recalcó mucho este tema.
- ¿La señorita zapatos planos?- Pregunte con ironía
Ella movió la cabeza varias veces en señal de desaprobación al apodo. - Intento ayudarte. Pero si no pones de tu parte es imposible. No eres especial, ni tan inteligente como pretendes aparentar, ni siquiera eres un caso que me de curiosidad profesional. Me tocaste a mí por abandono. Si yo también declino, vendrá otra y así sucesivamente. Hasta que un día ya no quiera recibirte nadie. A menos que pagues. Y aún así, tal vez tampoco tu presencia en un diván tenga un precio que pudieras costearte.
- Aitana. Continué. - Tenía el pelo castaño, tirando más a claro que a oscuro, pero a mitad de camino de ninguno de los dos. Yo pensaba que jamás iba a estar con una chica que no fuera morena o rubia. Pero de pronto apareció ella con sus diecinueve años y ese color de pelo tan confuso y rompió con una simple sonrisa todos mis principios.
- Está bien. Dijo ella resignada. Partamos desde la existencia de Aitana. ¿Es ella con la que estuviste cerca de casarte?
Reí con ganas. Cosa que le molestó.
- ¿Qué ocurre ahora? Preguntó muy seria.
- La señorita zapatitos planos me hizo exactamente la misma pregunta. Contesté sin dejar de sonreír. - Se llama Rocío. Dijo.
- Un nombre inmerecido. Mi madre se llama así. Afirmé.
Cada vez estaba más desubicada, era solamente la segunda sesión y ya había perdido todo el poder con el que entró la primera vez. Había abandonado la seguridad del cruce de piernas por un absurdo tintineo con el tacón en la losa, casi mudo, pero no lo suficiente para driblar a mi oído. Cuando era pequeño le tenía tanto pánico a la oscuridad que desarrollé el sentido auditivo mucho más allá de lo que hubiera deseado. Escuchaba hacer el desamor a mis padres, escuchaba follar a los vecinos y hasta alguna vez había llegado a oír los besos que se daba mi hermana con su novio siete farolas más lejos de mi casa. Desde que tenía uso de razón recordaba a mi hermana con novio y sin embargo nunca era el mismo.
- Ayer estuvo aquí Eduardo, tu amigo- Dijo Sandra, que no dejaba de revisar la carpeta, como buscando algún dato por donde pudiera empezar un diálogo firme.
- Eduardo no es mi amigo. Dije.
- Él dice que sí. Replicó ella.
- Yo quiero que tu seas mi novia pero si tu no quieres nunca lo serás, ¿no? Es lo mismo-
Volvió a posar sus ojos verdosos en la carpeta.
- ¿Desde cuándo os conocéis Eduardo y tú? Preguntó Sandra intentando que esta vez su tema no fuera desviado.
- ¿Quieres ser mi novia? Contraataqué yo.
El tintineo, aunque aun era leve, se había vuelto más reiterativo. Como si del pop suave de cantautor se hubiera pasado al rock transgresivo de Extremoduro. La primera vez que estuve en este centro fue hace meses, recuerdo que estaba en la sala de espera, seis sillas azules incómodas de plástico atornilladas a una barra que a la vez estaba clavada a la pared. Tres enfrente de otras tres. Siempre he tenido la certeza, de que yo era el más cuerdo de todos los pacientes que visitábamos psiquiatría y en cierto modo, esa verdad me avergonzaba. No se si quería estar tan loco como el resto o me sentía en deuda con ellos por mezclar mi supuesta cordura con sus firmes paranoias.
Tenía cita a las once, yo siempre tenía por regla llegar al menos con quince minutos de antelación. - No hay nada peor que alguien te espere. Me dijo una vez el "viejo Julio" entre copas y humo -cuando alguien te espera, aunque sea un solo minuto, ya estas en deuda con él. Y llevaba razón. El "viejo Julio" era un gran tipo, con solo respirar a su lado ya aprendías cosas nuevas de la vida. Desde entonces hacía siempre todo lo posible por llegar a cualquier sitio quince minutos antes de la cita. Me apoyé en la pared, no tenía mucho amor propio pero sí el suficiente para no sentar mi culo en aquellos miserables asientos. Quizás la locura -pensé- empieza en la incomodidad y estos bastardos de la seguridad social lo saben. Había estado en otros dos centros y aunque no eran como el sofá de casa al menos poseían un cierto atisbo de hospitalidad. Pero allí la sesión de una hora costaba sesenta euros. Exactamente lo mismo que cuesta una puta. Casualidad tal vez. Nunca lo tuve del todo claro.
En la sala solo había una mujer, sentada en el centro de las tres sillas de la izquierda, con el pelo grasiento y la ropa sucia. Olía a perro mojado. También a mierda. Llevaba unas zapatillas que en su día fueron blancas, un chandal de un celeste que quiso ser azul y una camisa de cuadros que tal vez su ex marido le dejó de herencia. Miraba al vacío. Me puse enfrente e intenté no observarla. Su olor me llamaba. Era imposible no encontrarme con aquel rostro desolador y sus mugrientas zapatillas. Me ponía nervioso. Era más sencillo evitar negándole la mirada a una mujer bella que a una mujer fea. Siempre es el término medio en cualquier caso, en el que reside la indiferencia. Cuando estuve a punto de salir a que me diera el aire y evitar así el vomito, apareció ella. Sandra. Con sus enormes tetas. Sandra, con sus botines negros de medio tacón, unas mallas pegadas y un jersey blanco que, aunque le tapaba el culo, en cada movimiento podías imaginarte que detrás de la claridad de su ropa había una fiesta en sus nalgas. Se apoyó en el mostrador y habló con la recepcionista. La escuché reírse. No era una risa bonita. Tampoco ella lo era en exceso. Medía cerca del uno ochenta, tenía quizás la talla ciento diez de pecho y un culo de esos en los que la asfixia se parece más al placer que a la muerte. Qué coño importaba que no fuera especialmente bonita. Tampoco era fea. No. Los ojos verdes y ligeramente saltones, como si al mirarte, quisieran ver más allá de sus posibilidades. La boca amplia. Los dientes jugaban a una descordinación extraña, las paletas algo separadas, los incisivos demasiado juntos, como si se acabaran de casar uno con otro y necesitaran ansiosamente treparse. La nariz gruesa y la barbilla parecía una isla donde naufragar a besos. Lo mejor era el color pálido enrojecido de su tez y sus labios, unos labios carnosos de mamadora profesional de manzanas de caramelo.
Cuando la recepcionista dijo mi nombre, alineé mentalmente todos los planetas, para que detrás de la puerta que me había tocado estuviera Sandra. Una pausa antes de llamar, una respiración profunda y una decepción enorme. Tras la puerta, en lugar de la envergadura de Sandra, había un prototipo de mujer, con la voz fina, el cuerpo débil y los ojos tristes como los de los tigres del zoo. Intuí en ese momento que yo podía hacer más por ella que ella por mí. Aunque un par de sesiones después a mí me pudo la pereza y a ella el miedo. En aquel entonces, pensaba que era uno de sus primeros pacientes, que estaba en prácticas o prueba, más tarde me enteré que llevaba siete años diagnosticando locuras irreversibles, o ansiedades patológicas, con la misma facilidad con la que evitaba mis ojos. De verla en la calle sin saber su oficio, la habría tomado por una funcionaria de esas despistadas o quizás por una camarera adicta a la rotura de tazas.
Ahora estaba delante de Sandra. Zapatitos planos se negó a una siguiente consulta, alegando que nada fluía, que no tenía interés en una mejora y que mi carácter era contradictorio todo el tiempo. Cuando me la he cruzado por el pasillo, segundos antes de entrar en la sala donde me esperaba Sandra, ha agachado la cabeza. Llevaba tacones otra vez. Pero eso no ha bastado para que mi indiferencia hiciera alguna tregua. Seis sesiones a base de una terapia basada en escribir. Cosas buenas de ti, cosas malas de ti, cosas que has hecho hoy, cosas que no has hecho ganándole el pulso al deseo, etc. Como si mi impotencia, mi impulso macabro, se solucionara escribiendo un diario y mostrando en él todo mi odio.
Sandra miró su reloj de pulsera. Yo observé su tímido escote. Luego nos encontramos los ojos en un punto intermedio. Mirar dentro de ellos debía ser parecido a follar en el bosque ante la atenta mirada de los lobos.
- Hemos terminado por hoy. Dijo cerrando la carpeta.
- ¿Habrá una próxima vez? Pregunté con un tono de indiferencia, aunque su respuesta era lo que más me importaba del mundo en aquel preciso instante.
- El jueves a las once. Dijo fríamente sin revisar su agenda.
- Que tengas un buen día. Le dije levantándome y encaminándome al pomo de la puerta.
- Alex. Me llamó, antes de que saliera. Yo volví a sus ojos, los lobos continuaban allí, en el mismo sitio, esperando el orgasmo.
- El próximo jueves será distinto, tú serás todo el tiempo tú y no te escudarás en nadie ficticio para escapar de ti mismo.
- ¿Y si te enamoras? Pregunté con ironía.
De su sonrisa uno de los lobos cayó rendido, como si le hubieran disparado a bocajarro en el centro del cerebro.
- Correré ese riesgo. Comentó con un afilado sarcasmo.
Le devolví la sonrisa y me marché.